Vanity Fair (España), 23.03.2018

Todas las historias de amor son historias de fantasmas, rezaba el título de la biografía de Foster Wallace parafraseando al autor. La que hoy nos ocupa es una historia de fantasmones. De un fantasmón que nació en La India en 1931 y que cincuenta años después construyó, alrededor de su persona, uno de los cultos más fascinantes de las últimas décadas.

Wild wild country es una serie documental dirigida por dos hermanos, Chapman y Maclain Way, sobrinos de Kurt Russell, y producida por otros dos (que nos resultan más familiares), Mark y Jay Duplass, que se puede ver en Netflix, y que nos cuenta la historia de la secta que se montó alrededor de Osho, un gurú que estableció su primera comuna en 1974 en La India y que gracias al creciente interés que despertó su chiringuito new age, se acabó mudando a Oregón con toda su comunidad en 1981.

Gracias al interés que despertaba en occidente y a los esfuerzos incansables de Sheela, su secretaria personal, discípula más importante, su interlocutora en los años en los que él permaneció en silencio y personaje –personajazo– principal de Wild wild country. Cuando ambos se conocieron, sin haber intercambiado antes palabra con ella, él le dijo: “Estás enamorada de mí y yo estoy enamorado de ti”. Cuando todo lo que habían montado se empezó a venir abajo, él dijo “Nunca me he acostado con ella. Tal vez sean los celos. Ella siempre quiso, pero mi norma es no acostarse nunca con una secretaria”, despertando las carcajadas de los que le escuchaban. Una historia de amor nunca se termina. Se puede convertir en una historia de odio”.

Resultan irónicas las palabras condescendientes de Osho sobre los supuestos deseos de su secretaria cuando el sexo libre era precisamente uno de los atractivos principales para unirse al culto… y se convirtió en uno de los primeros elementos que despertó los recelos de los vecinos de Oregon. La batalla campal entre El Pueblo Americano (con una organización con un nombre estupendo, Los 1.000 amigos de Oregón, al frente) constitución en mano y los habitantes de Rajneepuram (la ciudad de Rajneesh) articula en gran medida el documental porque sirve para mostrar los fallos (y las fallas) de un sistema del que se aprovechan los miembros de esta nueva religión para ir ganando poder en Oregon.

Al escribir sobre series o películas basadas en hechos reales, una se siente como aquella parodia que hacía Paco León de Raquel Revuelta anunciando los estrenos de la semana. En concreto como una vez que le tocó promocionar La pasión (de Cristo y de Mel Gibson) y dijo: “Normalmente lo llevo al cuello, pero hoy no lo he traído, para no desvelar el final de la película”. ¿Hasta dónde detallar para despertar el interés del posible espectador sin arruinarle la experiencia cuando la experiencia ha estado ahí los últimos treinta años?

La tentación de hablar de la flota de Rolls Royce de Osho ( y de sus túnicas), de la ropa de los miles de acólitos que poblaban Rajneesh (cuando se levantó el código de etiqueta, una de ellas declaró que se moría por comprarse un jersey turquesa), de la estrategia de captar a miles de mendigos a lo largo de Estados Unidos, de la entrada de Hollywood en la secta a través de la exesposa de uno de los productores de El padrino II… y paro de leer. Tal vez en este caso, merece la pena no desvelar demasiado dado que una de las mayores fuentes de goce para el espectador de Wild wild country consiste en ir descubriendo esos pequeños detalles, muchos de los cuales desaparecerían en un proyecto de ficción por inverosímiles (el clásico “nadie se va a tragar eso”), y que tanto enriquecen los proyectos documentales. Pero hay algo más para el espectador que quiera hacer una segunda lectura.

Wild wild country cuenta con un material de base inmejorable (conflicto, personajes estrambóticos, una historia) proporcionado por el caso real, pero este punto de partida no es nada sin unos guionistas (en créditos solo figuran sus directores, así que damos por hecho que ellos también se han encargado de la parte narrativa conceptual, imprescindible en esta historia) ágiles, astutos, con sentido dramático y con la capacidad de distribuir la información de manera inteligente para mantener el interés del espectador, sobre todo en lo que respecta a los testimonios de las personas que estuvieron en la secta y que participan en el documental (Sheela, en primer lugar, pero hay muchos más). La historia tiene puntos de giro, pero los que construye el propio documental a través de estos testimonios son bastante más llamativos.

Este año ya contamos con otros proyectos sobre sectas en los que más o menos se repiten ciertos parámetros. Ahí está la miniserie sobre Waco, protagonizada por Taylor Kitsch y Michael Shannon (digo “ahí”, porque aún no la hemos podido ver en España). También está en marcha el proyecto de Tarantino sobre la familia Manson. Muchos de estas series y películas compartirán elementos porque muchas sectas los comparten: líderes estrambóticos, traiciones, envenenamientos, fieles entregados provenientes de entornos débiles, liturgias excéntricas… Wild wild country no es diferente en ese sentido, pero además propone una historia que enfrenta a la sociedad americana con sus propias contradicciones, a las religiones (Osho intenta acabar con la suya) con sus contradicciones y en el fondo (muy en el fondo, porque usted y yo no caeríamos en esa, no) a cualquier persona que siente y que padece con algunas de sus contradicciones. Y sus fantasmas.